De entre las muchas obras cumbre del arte que se pueden admirar en el parisino Museo del Louvre destaca una de 1819 del pintor romántico Théodore Géricault titulada La balsa de La Medusa.
Esta enorme pintura,
tanto por sus dimensiones (mide siete por cinco metros) como por su
calidad pictórica, está basada en una truculenta historia que agitó la
conciencia de la sociedad francesa de la época.
En 1816, tras la derrota de Napoleón y la restauración de los Borbones en el trono francés, una fragata, La Medusa,
naufragó a unos 150 kilómetros de la costa del Senegal (en aquella
época territorio galo). Como el total de los 400 navegantes no cabía en
los botes salvavidas, el capitán decidió que éstos fueran ocupados según
el rango de la tripulación, dando preferencia a oficiales y
aristócratas. El resto, unas 150 personas entre marineros, sirvientes y
soldados rasos, fue trasladado a una balsa construida con madera de la
fragata que sería remolcada por los botes. Sin embargo, al poco tiempo,
los aristócratas comprobaron que remolcar la balsa les entorpecía la
marcha, así que decidieron cortar las amarras y abandonar la balsa a su
suerte.
Los botes alcanzaron la costa sin dificultades, pero la balsa de La Medusa
quedó a la deriva; sin víveres, sin remos, sin agua potable, pronto el
hambre, la sed, la insolación y la enfermedad se enseñorearon de tan
precaria embarcación durante 52 días, al cabo de los cuales sólo 15
tripulantes fueron rescatados con vida, de los que 5 murieron al poco
tiempo. Los diez supervivientes difundieron por toda Francia los
terribles hechos, relatando tanto el infame acto de los aristócratas de La Medusa
como la serie de calamidades que ocurrieron a bordo de la balsa, donde
se llegó al asesinato, la enajenación mental, el suicidio e incluso al
canibalismo.
El conocimiento de tales noticias causó gran ira y revuelo en la
población francesa, que vio en aquellos hechos la personalización de lo
repugnante de quienes desprecian hasta el extremo la vida de aquellos a
quienes consideran inferiores. El cuadro de Géricault provocó tal
vergüenza entre la nobleza que un grupo de ellos intentó comprar el
lienzo para destruirlo, aunque la famosa obra se salvó, paradójicamente,
al ser adquirida por el propio rey para la colección real.
Aún hoy, casi 200 años después de aquellos hechos, nos sentimos
conmovidos por esa historia. Sin embargo, por ironías del destino, en
los últimos años no una sino cientos de balsas de La Medusa
se dirigen desde el Senegal, desde Libia o desde Argelia a las costas europeas cargadas de seres
humanos desesperados, desfallecidos, en condiciones infrahumanas, muchos
de ellos encontrando la más indigna de las muertes. Sin embargo, muy al
contrario que los franceses de hace dos siglos, escuchamos cada día en
el Telediario esas noticias sin inmutarnos, sin conmovernos, como si no
se tratara de seres humanos.
Puede que no nos queramos parar a reflexionar que nosotros, los
españoles del siglo XXI, quizás somos como aquellos aristócratas que,
para salvar sus vidas, arrojaron a la muerte a decenas de personas que
suponían un lastre para su marcha. De la misma manera, nosotros nos
negamos a acoger a las personas que arriban a nuestras costas porque
pensamos que supondrán un lastre para nuestra economía. No hace falta
más que escuchar cualquier conversación en el bar, en la consulta del
dentista o en el despacho del pan: la gente no piensa en estos seres
desesperados como en seres humanos con tanta dignidad como nosotros
mismos, sino que se queja de que ocuparán puestos de trabajo, acudirán
al médico o supondrán un gasto para los servicios sociales. Ni siquiera
nos paramos a pensar que quizás dichos emigrantes en realidad no nos
vienen a robar nada, que vienen a ocupar los peores puestos de trabajo,
que contribuyen al sostenimiento del sistema de pensiones o que
dinamizarán nuestra economía gracias a su consumo, alquileres, compra de
bienes, etc.
Lo que queremos es que nuestra riqueza, nuestro nivel de vida, no baje ni siquiera una milésima por culpa de estos negros y moros a quienes consideramos inferiores. Como los aristócratas de La Medusa,
preferimos cortar las amarras de la balsa que tememos que lastre
nuestro futuro. Y con este acto, abandonamos a miles de seres humanos a
la desesperación y la muerte.
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