En su momento álgido, el Congreso
por la Libertad Cultural tuvo oficinas en treinta y cinco países,
contó con docenas de personas contratadas, publicó artículos en más
de veinte revistas de prestigio, organizó exposiciones de arte, contaba
con su propio servicio de noticias y de artículos de opinión,
organizó conferencias internacionales del más alto nivel y recompensó
a los músicos y a otros artistas con premios y actuaciones públicas.
Su misión consistía en apartar sutilmente a la intelectualidad de
Europa occidental de su prolongada fascinación por el marxismo y el
comunismo, a favor de una forma de ver el mundo más de acuerdo con «el
concepto americano».
Recurriendo a una extensa y
enormemente influyente red, integrada por personal del servicio de
inteligencia, estrategas políticos, los grandes magnates y antiguos
alumnos de las universidades de la Ivy League, la incipiente CIA
comenzó, a partir de 1947, a construir un «consorcio» cuya doble tarea
era vacunar al mundo contra el contagio del comunismo y facilitar la
consecución de los intereses de la política exterior estadounidense en
el extranjero. El resultado fue una red de personas, notablemente
compenetrada, que trabajó codo con codo con la Agencia para promover
una idea: que el mundo precisaba una pax americana, una nueva época
ilustrada, a la que se bautizaría como «el Siglo Americano».
El consorcio que construyó la CIA –consistente en lo que Henry Kissinger calificó como «aristocracia dedicada al servicio de esta nación en nombre de unos principios que están más allá de los enfrentamientos entre los partidos»– fue el arma secreta con la que lucharían los Estados Unidos durante la guerra fría, un arma que, en el campo cultural, tuvo un enorme radio de acción. Tanto si les gustaba como si no, si lo sabían como si no, hubo pocos escritores, poetas, artistas, historiadores, científicos o críticos en la Europa de posguerra cuyos nombres no estuvieran, de una u otra manera, vinculados con esta empresa encubierta. Sin sentirse amenazado por nadie y sin ser detectado durante más de veinte años, el espionaje estadounidense creó un frente cultural complejo y extraordinariamente dotado económicamente, en Occidente, para Occidente, en nombre de la libertad de expresión. A la vez que definía la guerra fría como «batalla por la conquista de las mentes humanas», fue acumulando un inmenso arsenal de armas culturales: periódicos, libros, conferencias, seminarios, exposiciones, conciertos, premios.
El consorcio que construyó la CIA –consistente en lo que Henry Kissinger calificó como «aristocracia dedicada al servicio de esta nación en nombre de unos principios que están más allá de los enfrentamientos entre los partidos»– fue el arma secreta con la que lucharían los Estados Unidos durante la guerra fría, un arma que, en el campo cultural, tuvo un enorme radio de acción. Tanto si les gustaba como si no, si lo sabían como si no, hubo pocos escritores, poetas, artistas, historiadores, científicos o críticos en la Europa de posguerra cuyos nombres no estuvieran, de una u otra manera, vinculados con esta empresa encubierta. Sin sentirse amenazado por nadie y sin ser detectado durante más de veinte años, el espionaje estadounidense creó un frente cultural complejo y extraordinariamente dotado económicamente, en Occidente, para Occidente, en nombre de la libertad de expresión. A la vez que definía la guerra fría como «batalla por la conquista de las mentes humanas», fue acumulando un inmenso arsenal de armas culturales: periódicos, libros, conferencias, seminarios, exposiciones, conciertos, premios.
Entre los miembros de este consorcio había un surtido grupo de
intelectuales radicales y de izquierda cuya fe en el marxismo y en el
comunismo se había hecho añicos ante la evidencia del totalitarismo
estalinista. Nacida de la Década Rosa de los años treinta, calificada,
con pena, por Arthur Koestler de «abortada revolución del espíritu,
renacimiento fallido, falso amanecer de la historia», su desilusión se
vio acompañada por un deseo de formar parte de un nuevo consenso, de
consolidar un nuevo orden que sustituyese las exhaustas fuerzas del
pasado. La tradición de oposición radical, en la que los intelectuales
habían tomado bajo su responsabilidad investigar los mitos, cuestionar
las prerrogativas institucionales y perturbar la complacencia del
poder, quedó anulada a favor de un apoyo a la «propuesta americana».
Refrendado y financiado por poderosas instituciones, este grupo no
comunista monopolizó la vida intelectual de Occidente en la misma
medida que el comunismo lo había hecho unos años antes (y además,
muchas de las personas fueron las mismas en ambos grupos).
«Llegó un tiempo ... en el que, aparentemente, la vida perdió su
capacidad de organizarse a sí misma –dice Charlie Citrine, narrador de
El legado de Humboldt de Saul Bellow–, tenía que ser organizada. Los
intelectuales hicieron suya esta tarea. Desde, por ejemplo, la época de
Maquiavelo, a la nuestra propia, esta organización ha sido un
imponente proyecto, maravilloso, tentador, engañoso y desastroso. Un
hombre como Humboldt, inspirado, astuto, chiflado, rebosaba de
entusiasmo ante el descubrimiento de que la empresa humana, tan
grandiosa e infinitamente variada, tenía que ser organizada por
personas excepcionales. Él era una persona de excepción, por lo que
era un posible candidato al poder. Bueno, ¿por qué no?» Al igual que
tantos Humboldts, aquellos intelectuales que habían sido traicionados
por el falso ídolo del comunismo se consideraron a sí mismos ante la
posibilidad de construir una nueva Weimar, una Weimar estadounidense. Si
el Gobierno y su brazo ejecutor encubierto, la CIA, estaban dispuestos a
ayudar en este proyecto, ¿por qué no?
El que
aquellos ex izquierdistas acabaran vinculados a la CIA en la misma
empresa no es tan absurdo como a primera vista pudiera parecer. Existía
una verdadera comunidad de intereses y de convicciones entre la Agencia
y los intelectuales reclutados, incluso si no lo sabían, para librar
la guerra fría de la cultura. La influencia de la CIA no fue «siempre, o
con frecuencia, reaccionaria o siniestra», escribió el preeminente
historiador progresista de Estados Unidos, Arthur Schlesinger. «Según
mi experiencia su liderazgo fue políticamente inteligente y correcto».
Esta concepción de la CIA como paraíso del liberalismo fue un poderoso
incentivo para colaborar con ella, o al menos para coincidir con el
mito de que sus motivos eran fundados.
Sin embargo,
esta percepción no casa bien con la reputación de la CIA de
instrumento despiadadamente intervencionista y peligrosamente fuera de
todo control por parte del poder de Estados Unidos durante la Guerra
Fría. Esta fue la organización que estuvo tras el derrocamiento del
primer ministro Mossadegh en Irán, en 1953, del derrocamiento del
gobierno de Arbenz en Guatemala, en 1954, de la desastrosa operación de
la bahía de Cochinos, en 1961, del infausto Programa Phoenix, en
Vietnam. Espió a decenas de miles de ciudadanos de Estados Unidos,
hostigó a dirigentes de otros países democráticamente elegidos,
planeó asesinatos, negó todas estas actividades ante el Congreso y, en
ese proceso, elevó el arte de la mentira a nuevas cumbres. ¿Por qué
arte de birlibirloque consiguió la CIA presentarse a sí misma ante
intelectuales de sólidos principios como Arthur Schlesinger, como
máxima valedora de la anhelada libertad?
El grado en
que el espionaje norteamericano extendió sus tentáculos hacia las
cuestiones culturales de sus aliados occidentales, actuando como
posibilitador en la sombra de una amplia variedad de actividades
creativas, colocando a los intelectuales y a su obra como piezas de
ajedrez para jugar en el Gran Juego, sigue siendo uno de los legados
más sugerentes de la guerra fría. La defensa organizada por los
abogados de este periodo –basada en la afirmación de que la sustanciosa
inversión financiera de la CIA no exigía condiciones– aún no ha sido
puesta en cuestión de manera seria.
Entre los
círculos intelectuales de Estados Unidos y Europa occidental, sigue
existiendo propensión a aceptar como cierto que la CIA estaba meramente
interesada en ampliar las posibilidades de la manifestación cultural
libre y democrática. «Sencillamente ayudamos a la gente a decir lo que
de todas formas hubieran dicho», es la principal línea de defensa, que
en el fondo es otorgar un cheque en blanco a los manejos de la Agencia.
Si los beneficiarios de los fondos de la CIA hubiesen desconocido el
hecho, continúa la línea argumental, y si su comporta- miento,
consecuentemente, no se hubiese modificado, entonces su independencia
como intelectuales críticos no habría podido verse afectada.
Sin embargo, los documentos oficiales relacionados con la guerra fría
cultural socavan sistemáticamente este mito del altruismo. De los
individuos e instituciones subvencionados por la CIA se esperaba que
actuasen como parte de una amplia campaña de persuasión, de una guerra
de propaganda, en la que «de propaganda» se definía como «todo
esfuerzo o movimiento organizado para distribuir información o una
doctrina particular, mediante noticias, opi- niones o llamamientos,
pensados para influir en el pensamiento y en las acciones de determinado
grupo».
Un componente esencial de este esfuerzo era
la «guerra psicológica», definida como «El uso planificado de la
propaganda y otras actividades, excepto el combate, por parte de una
nación, que comunican ideas e información con el propósito de influir
en las opiniones, actitudes, emociones y comportamiento de grupos
extranjeros, de manera que apoyen la consecución de los objetivos
nacionales». Más aún, se definía como «el tipo de propaganda más
efectivo», aquella en la que «el sujeto se mueve en la dirección que
uno quiere por razones que piensa son propias». No sirve de nada poner
en cuestión estas definiciones. De ellas están plagados los documentos
gubernamentales, son los datos de partida de la diplomacia cultural
estadounidense de posguerra.
Claramente, al camuflar
su inversión, la CIA actuaba bajo la suposición de que sus incentivos
serían rechazados si se ofrecían a la luz del día. ¿Qué tipo de
libertad se podría promover con este tipo de engaño? Ningún tipo de
libertad figuraba en los programas políticos de la Unión Soviética,
donde los escritores e intelectuales que no eran enviados a los gulags
fueron atrapados para servir a los intereses del Estado.
Pero ¿con qué medios? ¿Existía alguna justificación real para
suponer que algún mecanismo interno no pudiese hacer revivir los
principios de la democracia occidental en la Europa de posguerra? ¿O
para no dar por sentado que la democracia podía ser más compleja de lo
que implicaba la loa del liberalismo estadounidense? ¿Hasta qué grado
era admisible que otro Estado interviniese de manera encubierta en el
proceso fundamental de crecimiento orgánico intelectual, del debate en
libertad y del flujo libre de las ideas? ¿Acaso esto no tenía el riesgo
de crear, en lugar de libertad, una especie de libertad primitiva, en
la que las personas pensasen que actúan libremente, cuando, en
realidad, están movidas por fuerzas que no controlan?
La participación de la CIA en la guerra cultural hace surgir otras
cuestiones problemáticas. ¿Distorsionó la ayuda económica el proceso
según el cual se manifestaron los intelectuales y sus ideas? ¿Se
seleccionó a las personas por sus cargos y no por su mérito
intelectual? ¿Qué quería decir Arthur Koestler cuando ironizaba contra
«el circuito internacional académico de putas por teléfono» como
calificaba a las conferencias y simposios intelectuales? ¿Acaso las
reputaciones de los intelectuales salieron consolidadas o robustecidas
al pertenecer al consorcio cultural de la CIA? ¿Cuántos de aquellos
escritores e intelectuales que adquirieron prestigio internacional por
sus ideas fueron, en realidad, figuras de segunda fila, publicistas
efímeros, cuyas obras estaban condenadas a reposar en los sótanos de
las librerías de libros usados?
En 1996, aparecieron
en el New York Times una serie de artículos que sacaban a la luz una
amplia serie de actividades secretas llevadas a cabo por el espionaje
estadounidense. A medida que empezaron a inundar las primeras páginas
de los periódicos los relatos de intentonas de golpes de Estado y de
asesinatos políticos (casi siempre chapuceros), la CIA quedó como un
elefante solitario, que arrasaba a su paso la vegetación de la
política internacional, sin tener que responder ante nadie de sus
hechos. Entre las más notorias de estas revelaciones de capa y espada
se publicaron los detalles de cómo el Gobierno estadounidense había
recurrido a las vacas sagradas de la cultura de Occidente para conferir
peso intelectual a sus acciones.
La teoría de que
muchos intelectuales habían sido movidos por los dictados de los
políticos estadounidenses y no por sus propios e independientes
principios, generó un amplio malestar. La autoridad moral de que
disfrutaron los intelectuales durante el momento álgido de la guerra
fría quedaba seriamente bajo sospecha y fue, con frecuencia, objeto de
escarnio. La «consensocracia» se estaba desmoronando, su componente
fundamental era insostenible. A medida que se fue desintegrando, el
propio relato se fue fragmentando, parcializando, modificando, a veces
de manera increíble, por fuerzas de la derecha y de la izquierda que
querían hacer encajar sus datos con sus propios objetivos.
Paradójicamente, las circunstancias que hicieron posibles las
revelaciones contribuyeron a que quedase oscurecido su auténtico
significado. En tanto que la obsesiva campaña anticomunista de Estados
Unidos en Vietnam le llevó al borde del colapso social, y fue causa de
escándalos de gran trascendencia como el de los papeles del Pentágono o
el Watergate, era difícil mantener el interés o la indignación en el
asunto de la Kulturkampf, que en comparación parecía algo sin
importancia.
«La historia –escribió Archibald
MacLeish– es como una sala de conciertos mal construida, [con] puntos
muertos en los que no se puede escuchar la música». Este libro pretende
descubrir esos puntos muertos. Busca una acústica diferente, una
melodía distinta a la que tocaron los virtuosos oficiales de la época.
Es una historia secreta, en tanto en cuanto cree en la importancia del
poder de las relaciones personales, de los vínculos y de las
connivencias «débiles», así como en la importancia de la diplomacia de
salón y en la política de tocador. Pone en cuestión lo que Gore
Vidal ha descrito como «esas ficciones oficiales en las que se han
puesto demasiado de acuerdo demasiadas partes demasiado interesadas,
cada una con sus propios mil días en los que construir sus propias y
engañosas pirámides y obeliscos que pretenden averiguar la hora
solar». Toda historia que se proponga interrogar todos esos «puntos de
acuerdo» debe, en palabras de Tzvetan Todorov, convertirse en un «acto
de profanación. No tiene que ver con la contribución al culto de
héroes y santos. Consiste en acercarse lo más posible a la verdad.
Participa de lo que Max Weber llamó "desencanto del mundo"; se
encuentran en las antípodas de la idolatría. Consiste en desvelar la
verdad por sí misma, no en recuperar imágenes que se suponen útiles
para el presente».
Fuente: eldiario.es
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